Elena
y Eduardo vivían en la calle Campoamor, él en la acera impar, y
ella en el número 2. Las ventanas de sus respectivas casas eran como
dos escaparates. Elena se había percatado de lo guapo que era él, pero nunca pasó de ahí. Era un año o dos más joven que
ella, y eso siempre la desagradó en un hombre; tampoco le gustaban
los seres demasiado guapos, lo cual excluía, definitivamente, a su
vecino. Se conocían de verse por la ventana, o en la calle, nada
más.
Ella
recién terminado Magisterio quería investigar en ciencias y se
matriculó en Auxiliar de Laboratorio. El destino hizo el resto para
que coincidiera con su vecino en las clases. Cada día bajaban juntos
el Paseo de Canalejas, hablando de todo y nada. Era tan guapo, que
sus palabras perdían fuerza en el marco de su cara. La extrañaba no
sentir atracción por él, mientras sus compañeras morían al verlo,
pero le sentía un niño a su lado. La relación entre ellos se fue
consolidando entre apuntes, experimentos de laboratorio, y salidas a
prácticas de campo. Elena lo fue queriendo y él se fue
enamorando.
Aquel día, nadie sabía que iba a ser el último
en aquella escuela.
Antes
de entrar a clase, esperaron al profesor de pie en el angosto
pasillo. Él se sentó en el suelo, y mirando hacia arriba, desde los
pies hasta las trenzas, la desnudó con descarada lujuria. Ella le
sostuvo la mirada, mientras los compañeros hablaban de elipses,
óvalos, y técnicas.
El profesor de dibujo lineal, se empeñó en
que alguien había hecho los trabajos a Elena, y no se equivocaba,
pero lo dijo gritando, mientras miraba a Eduardo. Ella se levantó,
con la rebeldía de quien no sabe coger un compás, y la honestidad
de saber inocente a su compañero. Miró desafiante al profesor que
solo tenía un curso más que ella, y dijo: "A usted le falta
mucho para ser maestro". Tomó sus libros, miró a sus
compañeros, y se marchó.
Sintió miedo y admiración en los
rostros de sus amigos a los que sonrió. El profesor montado en su
soberbia, calló, mientras Eduardo la miraba como se mira a un ser
libre: con admiración. Horas después, hablaron largo y tendido de
lo ocurrido en clase, y él aceptó con tristeza la decisión de
Elena de no volver a aquella escuela. Seguían mirándose por la
ventana, y sonriéndose, mientras él miraba las fotos que le había
hecho.
Ella,
cada noche frente a la ventana, esperaba el paso del Expreso
París-Lisboa. Su mirada de poeta no dejaba pasar ese mágico
momento, y su mirada de mujer se congeló en la ventana de Eduardo,
que era la única con luz en el edificio de enfrente. Lo que vio, fue
suficiente para apagar la luz, y mirar descaradamente. Con la mano
entre sus muslos se hizo cómplice de los juegos solitarios de
él.
Esa noche no vio, ni escuchó más tren que el expreso del
deseo.
Duna.